jueves, 15 de noviembre de 2012

Ese día no iba al gimnasio. Era mi día libre. Por eso había dormido hasta tarde, y por eso lo único que había logrado despertarme fue su mensaje. Me dijo que ya no estaba más con ella y que no lo iba a poder superar.
Así fue.

Me cambié rápidamente, sin considerar mi apariencia o el hecho de que el efecto del medicamento que había tomado la noche anterior, no había pasado.
Llegué a su casa. Me recibió su hermana y me llevó al living, donde la vi a ella, recostada en un colchón, llorando.

Soy tan mala con las interacciones con otras personas... No supe qué decir o hacer. Me quedé callada y la abracé. Un tiempo después, me agradeció por respetar su silencio.

Luego de su largo llanto entrecortado por la explicación, llegó él. Se recostaron juntos, se abrazaron y lloraron. Ahora, cuando recuerdo este momento, pienso que él sólo lloraba por una suerte de contagio, no porque realmente lo sintiera.

Cuando la atmósfera se sobrecargó y no resistió más, me fui. Luego, en la casa de mi novio, le conté lo sucedido mientras daba vueltas de un lado a otro, sintiendo una extraña opresión y pensando que en cualquier momento me desmayaría. Él trató de tranquilizarme y, al no lograrlo, me acompañó a tomar un colectivo para ir a mi casa.
Subí, le tiré un beso y el colectivo arrancó. La opresión en mi pecho aumentaba, no lo podía disimular más...
Cuando llegué a destino, más que nublarse, todo se iluminó; y así, sin poder ver nada, caminé hasta mi casa, abrí temblorosa la puerta y me recosté hasta sentirme con la suficiente fuerza y visión como para comer.

Ese momento me di cuenta que la recaída anoréxica tenía que llegar a su fin.