sábado, 17 de agosto de 2013

Tenía ocho años cuando entró un alumno nuevo a la clase. Venía de Misiones, tenía acento raro y muchas pecas en la cara.
Los días siguientes me la pasé mirándolo desde lejos. Cuando el levantaba el rostro, buscando a su acosador, volvía a dirigirme a mi carpeta:

Bajo la tierra hay una semilla
la primavera le hace cosquillas.
Llegó en patines, se fue en velero
Salió el verano de mi sombrero.

Un día la maestra propuso un nuevo juego para la clase: todos debíamos escribir nuestra dirección en un papelito y colocarlo en una caja. Luego, se mezclarían y cada alumno debería sacar uno, teniendo así, los datos de la persona a la cual deberían escribirle una carta.
Le rogué a Dios con todas mis fuerzas que me tocara escribirle al chico nuevo, pero me tocó un viejo amigo de mi infancia.

Pasaron las semanas, yo miraba la correspondencia diariamente. Si no había podido escribirle una carta, me hubiese encantado recibir una suya.
Cuando por fin encontré un sobre en el buzón, lo abrí con tantas ansias que lo rompí por la mitad.

Era de él, el chico nuevo.