miércoles, 29 de septiembre de 2010

Domingo 16 de Junio

[...] Su rostro estaba tenso, endurecido. De pronto, sin previo aviso, pareció que se añejaban todos sus resortes, como si hubiera renunciado a una máscara insoportable, y así como estaba, mirando hacia arriba, con la nuca apoyada en la puerta, empezó a llorar. Y no era el famoso llanto de felicidad. Era ese llanto que sobreviene cuando uno se siente opacamente desgraciado. Cuando alguien se siente brillantemente desgraciado, entonces si vale la pena llorar con acompañamiento de temblores, convulsiones, y, sobre todo, con público. Pero, cuando además de desgraciado, uno se siente opaco, cuando no queda sitio para la rebeldía, el sacrificio o la heroicidad, entonces hay que llorar sin ruido, porque nadie puede ayudar y porque uno tiene conciencia de que eso pasa y al final se retoma el equilibrio, la normalidad. Así era el llanto de ella. En este rubro no me engaña nadie. "¿Puedo ayudarte?", dije, con todo, "¿puedo remediar esto en algo?". Preguntas al santo botón. Saqué una más, muy desde el fondo de mis dudas: "¿Qué pasa?"
"Lloro porque todo es una lástima." Y es tan cierto. Todo es una lástima... [...] Saqué mi pañuelo y le sequé los ojos. "¿Ya pasó todo?", pregunte. "Si, pasó todo." Era mentira, pero ambos comprendimos que hacía bien en mentir. [...]